A estas alturas ya no se trata de poner en evidencia las continuas restricciones y la percepción real de un aumento de la precariedad, sino de pensar en la posibilidad de un mañana todavía peor, bajo la losa de una explosión social provocada por la falta de unos mínimos para vivir con dignidad.
No se trata de infundir todavía más desasosiego, pero sí de analizar a fondo la deriva que puede tomar una sociedad en la que se agudizan a diario las situaciones de exclusión, matizadas hasta ahora por el empeño de las entidades de acción social y por el influjo de la economía sumergida.
¿Durante cuánto tiempo podrán funcionar estos muros de contención?
¿Podrán ser capaces los gobernantes de imaginar soluciones concretas para evitar un colapso?
¿Hemos de temer que la cuestión se degrade hasta el punto de que se convierta en una implosión de consecuencias imprevisibles?
Plantear estas cuestiones no debe ser una incitación al pesimismo, sino un grito de alerta que ha de mantenernos en estado de vigilia. Ser conscientes del peligro tiene que hacernos más responsables.
Opinión publicada en El Periódico de Extremadura
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