Prácticamente toda la sociedad española es conocedora y contempla con indignación y asco la sucesión interminable de investigaciones judiciales de presuntos casos de corrupción, que tienen como denominador común el abuso desde el poder para la desviación de recursos públicos hacia beneficios exclusivamente de interés personal, con el consiguiente escándalo ante la opinión pública. Acontecimientos en cascada que sitúan a España como el segundo país donde más ha aumentado la percepción de corrupción. Hoy, se estima que esa corrupción mueve en nuestro país 40.000 millones de euros al año, una práctica que afecta a los partidos que han gobernado y a los que gobiernan, a los sindicatos, a la monarquía, las empresas, incluso a la judicatura...
La corrupción es la cara amarga de un país que hasta hace poco ha presumido de su mejora sustancial en el bienestar colectivo. El esfuerzo conjunto de toda la sociedad ha logrado alcanzar cotas de bienestar jamás imaginados, aproximándose a los noveles europeos. En cambio, en tan solo siete años, los efectos de la crisis han provocado que nuestro país continúe siendo el más desigual de la Unión Europea, tras Letonia. Esto sucede y es así y ocurre mientras que un nutrido grupo de dirigentes y responsables políticos y de gobierno llenan sus bolsillos a costa del resto.
Los ciudadanos asistimos atónitos a este espectáculo delirante, y muy escépticos respecto de quiénes deben aportar soluciones y cómo deben ser esas soluciones. La fórmula que no funciona es conocida: nadie puede ser juez y parte a la vez. Y tampoco basta con pedir perdón para reparar el mal causado, ni tampoco que inmediatamente renieguen de quienes hacen indigna su presencia entre ellos. En lo que parece que la sociedad está de acuerdo es que es necesario llevar a efecto una profunda limpieza del sistema. En el sentir ciudadano se mira a los jueces, quienes deben recibir de forma inmediata, más apoyos legales y humanos que permitan investigar, instruir y enjuiciar más eficazmente todos los casos de corrupción. Por otro lado, casos como los delitos de blanqueo de capitales, malversación de caudales públicos, tráfico de influencias, etc… debieran recibir un tratamiento especial de no prescripción del delito. Los partidos políticos tienen unas determinadas obligaciones legales relacionadas con la transparencia, su financiación y la rendición de cuentas, que desde hace varios años incumplen sistemáticamente.
Se está pagando un alto precio social. La democracia es el sistema más garantista para el funcionamiento independiente de sus instituciones y la generación de leyes de transparencia. No podemos sentir que la democracia no funciona adecuadamente. La participación política es una forma de participación que permite construir y transformar la sociedad. Gracias a la democracia y a la participación política, disponemos hoy de muchos políticos honrados, ya sean presidentes, diputados, concejales de nuestra Extremadura, que a diario se dejan la piel para defender el interés general sobre el particular, que trabajan con ahínco, sin mirar las horas del reloj y que lo hacen movidos exclusivamente con el ánimo de garantizar el bienestar, la prosperidad y el avance de los pueblos y ciudades en los que fueron elegidos limpiamente en las urnas.
En medio de esta maldita crisis económica y financiera a la que responsabilizamos de los cambios estructurales que han provocado el cierre de miles de empresas, pérdidas de millones de empleos, recortes en los derechos sociales y de los sistemas de protección, y que han llevado a aumentar la desigualdad y la brecha social entre los más ricos y los más pobres, se ha puesto en evidencia la existencia de una profunda crisis de valores colectivos que afecta al sistema. Quienes peor lo están pasando no saben en quien confiar. La corrupción está robando dinero, pero también está robando la esperanza de mucha gente.
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