La imagen de una persona con los nervios rotos es la metáfora de la España actual, un país modelado por los puñetazos de la recesión. Desde aquel día en que cayó Lehman Brothers —la compañía de servicios financieros cuya quiebra sacudió los mercados mundiales— y terminó de estallar la burbuja inmobiliaria, España ha visto cómo se disparaban las cifras de paro a la vez que se recortaba en gasto social —prestaciones por desempleo, educación, sanidad, servicios sociales— de tal manera que se tardarán dos décadas en recuperar el nivel de empleo previo a 2008, según un reciente estudio de la consultora PricewaterhouseCoopers y, en general, el nivel de bienestar, según calcularon en 2013 las ONG Intermón Oxfam, Médicos del Mundo, Unicef y Cáritas. Pero a finales de 2013 y comienzos del 2014, el gobierno español y las instituciones europeas comienzan a vaticinar y pregonar a los cuatro vientos “los indudables signos de recuperación económica”, que son los primeros síntomas que se prevé lenta y penosa. No obstante, a pie de calle, donde se mueve la ciudadanía, la percepción es distinta: la recuperación no llega.