En estos momentos difíciles, próximo el final, recibo casi a diario la visita de alguno de ellos. Lloran. Hay un fuerte vínculo, espiritual, con los trabajadores (remunerados y voluntarios), y con el lugar, su casa, más que su casa, su hogar, el hogar de ellos.
A diferencia de algunos de nosotros, ellos sienten la pérdida como si se les hubiese amputado una extremidad de su cuerpo, de su espíritu, irremplazable.
Africa llora en mi despacho, porque es su Casa. Siempre lo he dicho, soy un afortunado que he tenido la suerte de trabajar en su Casa. Yo en mi soledad también lloro. No sé hacerlo como África.
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